Ofir Raul Graizer,
Israel/Alemania 2017
Revista Siempre 2018*
Es común
en la tradición talmúdica, de fuerte raigambre oral, encontrar cuentos y
parábolas que hablen de lo intangible. Las parábolas son comunes en la
cotidianeidad judía; las usó Jesús para construir, en tanto profeta, un nuevo
dogma y fundar una religión. Las usa también el joven cineasta Ofir Raul
Graizer, en su primer largometraje, El
repostero de Berlín, para recordarnos la importancia de la hospitalidad y
sus vínculos intangibles con el amor y lo sagrado.
Thomas, un joven pastelero de trato afable y silencioso —huérfano
criado por su abuela en el este de Berlín—, atiende una cafetería donde sirve
tradicionales pasteles alemanes, como el Selva negra. Un día se vincula con
Oren, un hombre casado israelí que viaja regularmente a la capital alemana por
cuestiones de trabajo. Cuando Oren muere en una accidente automovilístico, Thomas
viaja a Jerusalén buscando respuestas. Gracias a la hospitalidad de Ana, la
viuda de Oren, que recientemente ha abierto un café, Thomas comienza a trabajar
para ella y su cafetería hundiéndose en la vida familiar de su ex amante Oren.
En efecto, la hospitalidad le abre al extranjero las
contradicciones familiares de Ana
respecto a su familia: ella es más libre y laica que el religioso de su
hermano, ella tiene un hijo varón y no sabe cómo seguirlo criando sola y viuda,
ella tiene un café con sello kosher pero no es afable ni gran cocinera. Y
entonces el extranjero que desconoce las costumbres judías, que constantemente
rompe las reglas invisibles de la ortodoxia, como prender el horno con sus manos
impuras; que omite el shabat y que desata suspicacias por su origen alemán y su
aspecto de hombre joven fuereño entre los jaredíes (ortodoxos religiosos
israelíes) es integrado amorosamente a la vida de Ana y su hijo.
Como Abraham que dio posada a los tres extranjeros y los trató con
reverencia antes de saber que eran ángeles, y estos, a cambio, le prometieron
una descendencia incontable como las estrellas del cielo nocturno; así, Ana hospitalariamente
abre su corazón, a pesar de ser una viuda nueva, a Thomas el recién llegado. A
cambio, el extranjero afable y silencioso le enseña los secretos de la
repostería tan parecidos a la vida misma. Más allá del contexto de la película,
la disputa existente en la sociedad israelí entre religiosos y no religiosos,
la historia se convierte en una serie de metáforas donde lo culinario y las
emociones humanas se entretejen: un bocado de pan es el pan compartido en la
mesa de la existencia, una galleta decorada guía la reconciliación con la
infancia, un pedazo de pastel deviene el umbral del amor.
La tradición hindú afirma que nos enamoramos del maestro, de aquel
ser (sin importar el sexo) que nos puede enseñar lo que guardamos
potencialmente escondido en nuestro interior y que muchas veces, por ruido
cultural, por creencias religiosas, por dogmas clasistas no desarrollamos. Ana
se enamora de Thomas, casi desde el principio, mientras que Thomas encuentra en
Ana las respuestas de por qué Oren, su amante, amaba
la idea de familia y de alguna manera a Ana; ambos al entregarse entregan dones
y respuestas. Como si la dulzura quebrara las barreras heteronormativas de Oren, y las religiosas de Ana. Los hindús añaden que el amor sólo promete soledad, pues una vez
que se aprende a desarrollar el potencial interno, el vínculo empieza a
erosionarse hasta la separación. Gracias a la hospitalidad que devino amor, Ana
aprendió a atender una cafetería con afabilidad, a servir pasteles de raigambre
alemana, sin necesidad de el sello kosher, y a vivir en libertad.
Zyanya
Mariana
Julio 5 y 2018
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