Modesto, como se nombró a la jirafa, llegó a Ciudad Juárez en el 2001,
proveniente de Nuevo México.
Tenía un año de edad, alcanzó una altura de 5.5 metros
y un peso aproximado de una tonelada.
Se convirtió en un ícono de la ciudad, una anomalía urbana y murió en junio del 2022
LO QUE PASA EN LA CAMA PASA EN LA PLAZA:
Como Jirafa en
Ciudad Juárez*
En el parque
central de Ciudad Juárez vive una jirafa.
Cuasi estática, silenciosa y sola, contempla desde la altura a los niños
que sonríen señalándola. ¿Qué hace una
jirafa en la frontera, en medio de una mancha urbana que se extiende implacable
por el desierto? Quizás es una migrante
más que dejó su sabana, sus acacias y sus otras jirafas, buscando un paraíso laboral que
seguramente no encontrará. Se puede pensar
también que forma parte del realismo mágico; que ha dejado su exclusivismo
latinoamericano y literario para internarse en las violentas contradicciones de
la modernidad. Se pueden elucubrar
muchas cosas, el hecho es que yace sola sin raíces, sin redes sociales
y afectivas protectoras y, de alguna manera, sin porvenir.
Contradictorias,
como una jirafa en el desierto, son las calles de esta ciudad fronteriza. El camino del aeropuerto hasta el centro, a
lo largo de la calle 16 de septiembre, revela la expansión, relativamente
reciente, de una urbe donde la inversión extranjera ha sentado sus reales y
marcado el ritmo de la vida (según el XI censo de población y vivienda el
41.3% de los habitantes labora en la maquila). De vez en
vez, esta arteria engrandecida por la maquila, se ve atravesada por nichos de
riqueza: La avenida Lincoln, hoteles de
gran turismo, comercio e incluso el museo estatal; señoriales casas de los
cincuentas, incluyendo la residencia de Juan Gabriel, hijo adoptivo de la
ciudad. Más allá se levanta el centro,
sus terrenos baldíos y el edificio de la aduana; la estación de trenes, alguna
cantina tomada por los intelectuales y la vieja municipalidad, hoy casa de
cultura, y al final del viaje la catedral. Las mañanas en el centro imponen la normalidad del comercio y los
paseantes. No hay mucho más, anuncios,
gente caminando, vendedores ambulantes (pocos), loquitos que se quedaron en un
viaje, mujeres y niñas rarámuris ajenas a los feminicidios, anuncios,
automóviles y un centro estigmatizado por los medios de comunicación.
Si
Ciudad Juárez es una ciudad hospitalaria, abierta a la diferencia también es
territorio del narco. Sí, ahí viven en
casas con cúpulas al estilo del bajío; ahí venden la droga que no pasa al otro
lado y ahí, contratan jóvenes desempleados como sicarios. Picaderos, armas, lujos extraños, violencia y
cierto aire de impunidad se respira en la ciudad sitiada por los carteles. No es la única, al contrario es uno de los
tantos poderes paralelos que gobiernan al país. Además, el fenómeno tampoco es reciente. Cuentan las malas lenguas, que a principios de siglo, un grupo numeroso
de chinos se instaló en la ciudad. Al
poco tiempo abrieron lavanderías y cafés que no eran sino burdeles donde se
apostaba dinero y fumaba opio. Nadie
asociaba violencia y frontera y, pensar chino, era algo imposible.
Para
los años cincuenta, el gobierno norteamericano asustado de la entrada asiática
al país, decide legalizar la entrada temporal de mano de obra mexicana. Muy pronto el programa bracero fue
cancelado. Más allá del discurso que se
respalda en crisis económicas y omite la utilidad, y utilidades, que provoca la
ilegalidad, calla su necesariedad estructural. La Ilegalidad, con mayúscula, es sistémica y favorece la
impunidad. En efecto siendo ilegal el
país que te expulsa, por su incapacidad para crear fuentes de trabajo, no tiene
responsabilidad de tu vida y, el que te recibe no te considera ciudadano con
derechos, puede tratarte como animal o como jirafa.
El
fenómeno migratorio que nutre a todo país rico también fomenta la industria
maquiladora de los países pobres. Y así,
la transnacionalización de los capitales, “que tanto necesitamos”, hizo de
ciudad Juárez el mejor lugar para pasar al otro lado: “si no pasabas te
quedabas en la maquila”. A finales de
los 60’s, poco después de la matanza de Tlatelolco y en plena guerra sucia,
México, siguiendo los ciclos de expansión y recesión norteamericana, se había
convertido en el tercer país maquilador del mundo; sólo detrás de Alemania occidental y Canadá; adelante
incluso de Honk Kong, Taiwán y Corea. Algunos juarenses,
entre orgullo y crónica, afirman haber sido la primera ciudad maquiladora del
mundo.
La maquila con crisis cíclicas y
mutaciones productivas, que curiosamente abarataban siempre la mano de obra,
creció pero empleando mayoritariamente mujeres. Para los años ochenta, la población que laboraba en la industria
maquiladora eran mujeres entre los 15 y los 35 años, el 80% de la población. ¿A dónde se iban los hombres, si la ciudad
recibía 60 000 personas anualmente y tenía el mayor crecimiento demográfico del
país con una tasa del 6.9%? “Los
jovencitos eran un problema…” cuentan
las mujeres en uno de los muchos centros comunitarios que existen en ciudad
Juárez. ¿Y los otros? Los otros se unían
a lo que podían, burocracia estatal, narcotráfico o se iban al otro lado. Juárez se convirtió entonces en una ciudad de
mujeres solas. Son ellas quienes han
construido la ciudad y han obtenido servicios básicos en las zonas más
alejadas, como la poniente; son ellas también quienes se han organizado creando
centros comunitarios para el desarrollo del barrio y la colonia. Son ellas quienes enfrentan en diferentes
trincheras la violencia cotidiana, pero también son ellas quienes padecen un
discurso agresivamente masculino y una violencia real diaria. Cualquier hombre es impune… “aquí te miran
sin pudor”. Algunos taxistas al
preguntarles cómo se vive en la ciudad suelen responder: “Aquí hay muchas
posibilidades para las mujeres que se portan bien”. Bajando de los coches me preguntaba el
significado de portarse bien. Significaba ¿olvidar
las raíces o vivir silenciosa e inmóvil en la ciudad, acaso invadir el aire de maquilas impunes o vivir
como jirafa, sola, en el desierto?
* Esta nota se publicó originalmente el 26 de junio del 2005, en el periódico La Prensa, Nicaragua