Ariel Feldman*
Gaza: Sobre sionismo, judaísmo, racismo y barbarie
Nací en Israel hace 44 años, soy judío, y hace más de tres décadas vivo
en la Argentina. Desde entonces visité varias veces el Estado de Israel,
anduve por ciudades y pueblos árabes, conversé con los denominados
árabes israelíes (palestinos que quedaron dentro de las fronteras
israelíes luego de la guerra que siguió a la autoproclamación del Estado
de Israel en 1948), crucé los check points y recorrí los
territorios ocupados. En especial caminé Hebrón más de una vez —una de
las ciudades palestinas con fuerte presencia militar y de colonos
israelíes— y conversé con familias y jóvenes palestinos residentes ahí.
No tuve la suerte de conocer Gaza. Para alguien con nacionalidad israelí
es prácticamente imposible hacerlo desde hace 16 años.
Este dato biográfico no pretende que mis palabras valgan más que otras
gracias a una autoridad que no siento, pero sí intentan inhibir falacias
ad hominem que suelen esgrimirse contra quienes critican al
Estado de Israel. Ya sea en este contexto particular del terrible ataque
a civiles por parte de Hamas seguido de la represalia inhumana contra
la población gazatí, ya sea en cualquier otro momento histórico del
debate, se aduce que una posición antisionista se basa en una falta de
sensibilidad y carencia de empatía frente al padecimiento del «pueblo
judío», sea señalando en el interlocutor un supuesto antisemitismo o
posición «ideologizada» o argumentando un desconocimiento del territorio
y su complejidad. Un conjunto de afirmaciones que evitan responder
argumentos y que pretenden, en cambio, cancelar la discusión anulando al
interlocutor.
Para poder hacer una lectura sobre el conflicto entre Palestina e Israel
y la actual coyuntura es necesario en primer lugar desarmar dos
falacias nodales que voy a ilustrar a partir de una argumentación que
está circulando entre aquellos que exigen una defensa del Estado de
Israel. El argumento propondría este falso silogismo: ser humanista,
progresista o de izquierda implica estar contra el racismo; el
antisemitismo es sin duda una forma de racismo; ergo, culpar a los
israelíes por su propio asesinato es antisemita. Este argumento u otros
similares que apelan a la sensibilidad y empatía con las víctimas del
ataque de Hamas se viene utilizando sin excepción para exigir empatía
con el Estado de Israel y ser sensible hacia su posición en el
conflicto. Hay que develar ese artilugio y no permitir lo que no es más
que una extorsión argumentativa.
Sionismo y judaísmo son sencillamente dos cosas distintas, y por lo
tanto el antisemitismo y el antisionismo también lo son. El sionismo es
una ideología política nacionalista con menos de doscientos años de
existencia, mientras el judaísmo es una religión, una cultura para
algunos, una nación, una comunidad para otros, que data de varios siglos
de existencia ya antes de la era cristiana. El vínculo entre uno y
otro, sin embargo, es innegable. El sionismo es una corriente
ideológico-política surgida y pensada como solución y salvaguarda para
el perseguido pueblo judío, que logró establecer un Estado
autoproclamado judío en Palestina en 1948. A pesar de ello, el sionismo
no deja de ser una corriente, una parcialidad, como lo es el integrismo
islámico teocrático frente al Islam o una secta cristiana para el
cristianismo. Es verdad que el sionismo es hegemónico entre los judíos, y
explicar por qué pasa esto excede los objetivos de este texto. Sin
embargo, el hecho de que sea hegemónico es central: la hegemonía implica
que aquello que la ejerce (la ideología sionista) es una entidad
distinta que aquello sobre lo cual ejerce su dominación ideológica o
política (el judaísmo, en este caso). También implica que toda
dominación es circunstancial, es histórica, no esencial. La falsa
identificación y consiguiente confusión de uno y otro es una estratagema
ideológica del sionismo para que el capital simbólico y las atrocidades
cometidas durante milenios contra el pueblo judío se trasladen como
prerrogativas al Estado de Israel y, cada vez que se critica las
políticas sionistas de Israel, poder decir que estamos ante una posición
antisemita. Así, en el culpable y culposo Occidente por las atrocidades
que sufrieron los judíos en esas longitudes y latitudes, se genera una
suerte de intangibilidad a la critica por el hecho de que Israel
encarnaría el espíritu y salvaguarda de todos los judíos, los
perseguidos y exterminados en los campos de concentración nazis, así
como representaría a sus sobrevivientes y descendientes, fuera y dentro
de Israel.
En estos días en Alemania se horrorizan con
razón de que aparezcan casas donde viven judíos marcadas con estrellas
de David. Es verdad, la aparición de actos antisemitas en diferentes
partes del mundo luego de producidos los ataques de Israel a civiles
palestinos es una constante. Sin duda el antisemitismo no desapareció
con la caída del regimen nazi, y por supuesto es muy anterior a la
fundación del Estado de Israel. Sin duda las atrocidades que comete el
Ejercito israelí y los colonos son aprovechadas por personas y grupos
que no tienen ninguna sensibilidad por el pueblo palestino. Sin embargo,
la mencionada confusión intencional entre sionismo y judaísmo llavada
adelante por Israel y sus defensores es un componente esencial para
entender el fenómeno antisemita en la actualidad.
No hay que ser brillante para darse cuenta
de que si se atribuye al «judaísmo» el colonialismo, la opresión y los
crímenes de guerra que comete un Estado contra un pueblo prácticamente
indefenso, traerá aparejado el desarrollo de un antisemitismo sui generis.
Lo escandaloso es comprobar una y otra vez que a las organizaciones de
la comunidad judía en la diáspora, financiadas y alineadas con el
sionismo israelí, y a muchos de sus intelectuales, no les preocupa en
absoluto el crecimiento potencial del antisemitismo sino la defensa de
actos y políticas indefendibles que lleva adelante el Estado de Israel.
Escandaloso es que sólo nos preocupemos por las casas judías marcadas y
no por leyes que prohiben ondear la bandera palestina (no la de Hamas,
sino la nacional palestina) y reprimir manifestaciones pacíficas que
denuncian el castigo colectivo al pueblo gazatí.
Para combatir la semilla del prejuicio y
odio al pueblo judío —que existe— el camino no es amparar actos
criminales aduciendo que criticarlos es antisemita. Por el contrario,
debemos repetir una y otra vez que el Estado de Israel hace lo que hace
en tanto que sionista, no en tanto que judío. E insistir en los valores
humanistas, en la propia experiencia del sufrimiento, de resistencia
frente a la crueldad, de amor por la palabra y la reflexión que
distingue tajantemente al judaísmo del sionismo.
El supuesto silogismo quedó muy arriba,
pero recordemos que además de la confusión de sionismo y judaísmo,
operaba sobre la nocion de víctima. Podemos reponerlo y ampliarlo del
siguiente modo: si condenamos la matanza de víctimas civiles israelíes
(por supuesto que lo hacemos) y creemos que una persona que está en una
fiesta cerca de la franja de Gaza es una víctima inocente, uno debería
derivar sin más que el Estado de Israel está siendo víctima en el
conflicto y que, por tanto, señalar su responsabilidad primaria en el
ataque de Hamas sería análogo a tratar de responsabilizar a una víctima
de lo que le hace su victimario.
A pesar del efecto argumentativo derivado del dolor por los muertos de
civiles israelíes, el razonamiento contiene un pase de magia lógico
bastante transparente. Sirve para neutralizar extorsivamente por
sensibilidad un debate, pero no aporta a tratar realmente de desentrañar
qué está pasando en el conflicto. El argumento en cuestión toma la
parte por el todo (ciudadanos por Estado). Los muertos y secuestrados
civiles son víctimas inocentes, sin duda; pero eso no hace inocente al
Estado de Israel. Este movimiento, que toma la parte por el todo,
produce a su vez el aislamiento de un hecho atroz y condenable de sus
condiciones históricas, materiales y políticas de existencia. Es
necesario poder condenar el ataque de Hamas a la vez que se explica cómo
las políticas israelíes son condiciones necesarias para que los actos
de resistencia del pueblo palestino se vuelvan desesperados y cruentos.
Los atentados a civiles por parte de la
resistencia palestina comenzaron a principios de los años setenta, más
de veinte años después de la fundación del Estado de Israel. El despojo
palestino y limpieza étnica por parte de las organizaciones sionistas y
luego por parte del Estado de Israel comenzaron décadas antes de la
expansión colonial que significó en 1967 la Guerra de los Seis Días.
Pero los atentados a civiles israelíes solo comenzaron a ser una
práctica de la resistencia palestina a partir de la ocupación de
Cisjordania y de Gaza, hecho que consolidó el colonialismo israelí y le
dio una realidad particularmente cruenta en esos territorios: una
minoría ocupante que se atribuyó el derecho de gobernar a una población
nativa y mayoritaria, juzgarla, administrarla, encarcelarla,
bombardearla, invadirla progresivamente con colonos, despojarla de sus
tierras, humillarla, destruir cualquier posibilidad de desarrollo
económico, de infraestructura, de futuro.
Israel domina Cisjordania por medio de un
sistema colonial de apartheid condenado por la Organización de Naciones
Unidas que produce la fragmentación del territorio y la obstrucción de
la libre movilidad, impulsa la intrusión de colonos, administra
militarmente el territorio, asesina y convalida progroms por parte de
los colonos custodiados por el Ejército regular, produce continuas
muertes de jóvenes en acciones represivas. Gaza lleva 16 años bloqueada a
todo nivel, y ese bloqueo se radicaliza al sitiarla y bombardearla,
estableciendo cortes de suministros esenciales de forma periódica según
lo considere necesario su ocupante militar.
El castigo colectivo a la población civil,
condenado como crimen de guerra por el concierto internacional, es una
práctica esencial y frecuente en el procedimiento colonial israelí. Un
filósofo hebreo, Yeshayahu Leibowitz, días después de la ocupación de
dichos territorios en 1967, aseguró que Israel debía retirarse de ellos
ya que a las naciones que ejercen un poder colonial se les pudre
progresivamente el alma. Justificar una colonización solo se logra
reforzando una ideología supremacista y consiguientemente deshumanizando
al pueblo colonizado. En el año 2007 estuve en Israel en el aniversario
40 de la ocupación y participé en la capital israelí, Tel Aviv, de una
manifestación contra la política colonial de Israel en esa efeméride
significativa por las cuatro décadas redondas. Éramos menos de 200
personas. El alma de la sociedad Israelí no ha dejado de pudrirse. Pude
registrar viaje tras viaje el racismo creciente y transversal de los
israelíes para referirse a los palestinos. No los llamaron «animales
humanos» ahora tras el ataque de Hamas. Los vienen llamando así, en las
calles, hace décadas, y los vienen tratando como tales.
Quienes hayan visitado a lo largo de los
años Israel pueden coincidir, sea cual sea su posición ante el
conflicto, en algo que podríamos denominar «dialéctica de seguridad y
sensibilidad». Cuanto mayor es la sensación de seguridad de la sociedad
israelí, gracias a una neutralización casi absoluta de la capacidad de
daño de los palestinos por obra y gracia de su infraestructura de
«defensa» (muro separador, aparato de inteligencia, el domo de hierro
que frena los débiles cohetes palestinos, asesinatos «selectivos»,
diplomacia y colaboración colonial de la Autoridad Palestina en
Cisjordania, etc.), menor es la atención que la sociedad israelí le
presta a la situación de los palestinos, menor la empatía, menor la
presión de la sociedad Israelí a su gobierno para encontrar una solución
al conflicto.
Tampoco hay sensibilidad con el pueblo
palestino, hay que decirlo, del resto de los gobiernos árabes, que
fueron normalizando las relaciones de sus Estados con el de Israel a
pesar de que la situación del pueblo palestino solo se ha agravado a lo
largo de los años. No parece descabellado que en esta dialéctica los
palestinos piensen que el daño a los israelíes es la única posibilidad
para no ser invisibilizados en su desesperada situación.
Y aquí creo que es necesario afirmar algo,
por obvio que sea. No hay nada esencial, ontológico, intrínsecamente
cruel o supremacista en los genes de ningún pueblo. Pero sí hay
movimientos ideológicos y formas de organización política que terminan
siéndolo. Las formaciones humanas son realidades históricas, y eso
quiere decir que son los procesos históricos los que tallan, enaltecen o
envilecen a los grupos sociales que las encarnan. Hamas es una
organización político-militar que no existiría si no fuera por la
inhumana y cada vez más cruel colonización sionista de Palestina. Esta
es una verdad indiscutible.
Siquiera hace falta entrar a discutir la
veracidad de las investigaciones históricas que señalan que el gobierno
de Israel alentó activamente el surgimiento de Hamas para que
confrontara a la OLP, y dividir al enemigo en bandos confrontados entre
sí. Lo que es indudable es que hizo posible el crecimiento de la
organización, centralmente minando de forma sistemática a la Autoridad
Palestina y frustrando toda salida política al conflicto. El objetivo
central fue, posiblemente, que se impusiese una vertiente
particularmente violenta de la resistencia palestina que eclipsara la
violencia colonial cada vez más evidente y el consiguiente
fortalecimiento de la causa palestina en foros internacionales y la
opinión pública.
Ninguna organización palestina en su
historia hizo un acto semejante al del pasado sábado 7 de octubre. Solo
se lo puede entender en un contexto de desesperación absoluta de los
palestinos y su causa de liberación nacional. En los últimos tiempos, y
bien antes del ataque de Hamas, las ya devastadoras políticas del Estado
de Israel se vieron recrudecidas significativamente: continuos progroms
sobre pueblos palestinos hechos por los colonos fanáticos en los
territorios ocupados, aceleración del crecimientos de las colonias y
expropiación de tierras, visitas militarizadas y rezos judíos en lugares
sagrados para el Islam a modo de provocación, leyes y declaraciones
oficiales supremacistas por parte del gobierno ultraderechista de
Israel, asedio a Gaza, y ninguna intención de negociar el fin de la
ocupación y una salida de autodeterminación del pueblo palestino. No
está en carpeta.
A todo esto hay que sumar la escalofriante
objetividad de los números. En los diarios podrán aparecer las historias
de vida y familiares de los muertos israelíes y prácticamente ninguna
historia que permita humanizar el sufrimiento y personalizar la muerte
de los palestinos. Pero la única verdad es la realidad. La cantidad de
muertos en el conflicto en los últimos 10 años, contabilizados por la
organización de derechos humanos israelí B´Tslalem, da cuenta que lo que
se vive entre Palestinos e israelíes no es una guerra sino simplemente
una masacre. El 95% de los muertos son palestinos, y entre ellos, un
alto porcentaje son niños. Tal vez el lector tiene otra sensación porque
en la prensa occidental valen y se representan más unas muertes que
otras… pero los números son los números.
Cuando estaba terminando la escuela en
Argentina, aun con los recuerdos de mi infancia en un Kibutz bastante
frescos, consideré ir a hacer la universidad a Israel. Aun «amaba a mi
país», pero ya era crítico de la política del Estado de Israel. De modo
que empecé a consultar a conocidos israelíes cómo podía hacer para ir a
estudiar pero no hacer la Tzavá (servicio militar obligatorio de 3 años
para hombres y mujeres). Había opciones, como empezar a estudiar y luego
ser objetor de conciencia y negarme a hacer el ejercito. Pero un amigo
israelí me dijo que no tenía sentido hacer eso, porque de ese modo nunca
pertenecería realmente a Israel, porque el Ejercito era la columna
vertebral afectiva y cultural del país.
Ahí entendí algo. Efectivamente el servicio
militar constituye el rito de pasaje a la adultez y ciudadanía para los
israelíes. Es el momento en que dejan la casa familiar y conocen a sus
amigos de toda la vida, que volverán a ver cada vez que los convoque con
cierta regularidad la reserva del Ejército. Esa conversación me sirvió
para entender que, a diferencia de lo que sucede entre los palestinos y
Hamas, la identificación de los israelíes con la política colonial de su
Estado en armas tiene un aspecto bastante estructural. Exceptuando
obviamente los árabes israelíes, ciudadanos israelíes exentos por
cuestiones de salud, rabinos y los objetores de conciencia,
prácticamente la totalidad de la sociedad israelí tiene una férrea
educación militar y formación en la violencia armada. Hamas tiene, se
dice, 20.000 combatientes. Menos del 1% de la población de Gaza.
Soy un militante por una paz justa entre
palestinos e israelíes. Sin embargo, me es imperioso desarmar y
denunciar los discursos pseudopacifistas que no son más que una
encarnación de la «teoría de los dos demonios», bien conocida por los
argentinos. Hablar del «péndulo del terror», como hizo Jorge Drexler, es
un ejemplo entre otros de la igualación reprobable e injusta de dos
violencias diversas. La violencia palestina, aun en su forma más
condenable, es un acto de resistencia. Decir eso no es romantizarla: es
ser descriptivos; se trata de una violencia que se está resistiendo a
otra cosa, a una violencia primera y originaria que inició y es la
fuente cotidiana y continua de la violencia del conflicto. Esa violencia
terrorífica originaria, que no es un péndulo, es la de la colonización.
La última vez que visité los territorios
ocupados fue en 2016. Las fotos que acompañan este artículo son de mi
visita a Hebrón. Sabiendo que era judío (mi nombre es Ariel, como el
infame famoso Ariel Sharón), me abrieron sus casas, contaron sus
historias, dejaron fotografiarse. La nena del retrato sobre pared de
piedras sufrió un intento de asesinato por parte de colonos, los
adolescentes en la terraza me contaban de sus futuros imposibles. Hebrón
es una ciudad altamente disputada porque ahí se encuentra la Mezquita
de Abraham, donde estarían las tumbas de los patriarcas que comparten
religión judía y musulmana (en 1994, Goldstein, un sionista
fundamentalista, entró a la mezquita y asesinó a 29 personas que estaban
rezando e hirió a más de 100). En esta ciudad viven menos de mil
colonos y más de doscientos mil palestinos. Las fotos de soldados y
niños son de cuando presencié cómo el Ejército israelí custodiaba, como
cada viernes, un provocador desfile de los colonos por las calles del
mercado palestino de Hebrón para demostrarles que no solo dominan el
barrio judío en el corazón de su ciudad, sino que la ciudad toda les
pertenece.
En Gaza la realidad es radicalmente peor.
Los palestinos de Cisjordania muchas veces se excusan de opinar sobre
los métodos de Hamas en la Franja porque dicen que no pueden saber qué
harían ellos bajo ese nivel de opresión. Si pensamos en el sistemático
intento de deshumanización que implica el colonialismo israelí, que
busca llevar a los palestinos a su mínima expresión, la perseverancia
del pueblo palestino es sencillamente admirable. Gaza lleva 16 años de
bloqueo terrestre, aéreo, marítimo, bombardeos constantes de población
civil, cortes del suministro de agua, electricidad, combustibles y
productos esenciales. Es ya habitual llamar a Gaza una cárcel a cielo
abierto. Pero hay que agregar que es una cárcel en la que no se respetan
los derechos humanos más básicos. Gaza es un gueto, y estamos
presenciando en tiempo real y televisado el proceso de aniquilación de
ese gueto y de su población. Los antepasados judíos, a quienes los nazis
intentaron deshumanizar en los campos de concentración, las víctimas de
los progroms en Europa del este, los dignísimos alzados del gueto de
Varsovia, hoy se levantarían indignados frente al racista colonialismo
del Estado de Israel y su genocidio en curso. Una vez más, no en nuestro nombre.
*Ariel Feldman: Director de @laboratorio.cine para jóvenes. Profesor de cine y de filosofía. Realizador audiovisual y fotógrafo