jueves, 19 de mayo de 2022

Cuentos de otros: Juan Rulfo

Dicen que era bajito, ligeramente encorvado y de apecto pequeño; que escuchaba más, murmuraba poco y se llenaba de silencios en las entrevistas. Contemplativo, odiaba los adjetivos, los combatió en los únicos dos libros que escribió: Pedro Páramo (1953) y El llano en llamas (1955). Creyente, pensaba que la Iglesia católica había perdido el rumbo y que la imaginación llevada a la literatura transformaba la realidad que era muy limitada. Añadía: “La literatura no puede actuar ni puede modificar nada… La literatura es ficción, y si deja de ser ficción, deja de ser literatura... Y la ficción es mentira”.

Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno nació en Apulco, una localidad de la región Sierra del Estado de Jalisco. Su padre fue asesinado en la Guerra Cristera (1926-1929) y su madre falleció cuando tenía cuatro años, su tío Celerino se convirtió entonces en su tutor con él, recorrió muchos pueblos y escuchó sus historias, unas más fantasiosas que otras. Quiso ingresar a la Universidad de Guadalajara pero al estar en huelga se trasladó a la ciudad de México como muchos otros jalisquillos de la época. Pienso en su amigo Juan José Arreola, pero también en Agustín Yáñez y Mariano Azuela. Quizás sonaba el "Bésame mucho" de Consuelito Velázquez, la "vereda tropical "de Gonzálo Curiel y el "Huapango" de Pablo Moncayo todos oriundos de la misma geografía, sin olvidar a Blas Galindo, José Rolón y Hermilio Hernández. En los colores y las formas estaba la Cofradía de nuestra señora del buen gusto tapatío: Juan Soriano, Raúl Anguiano, Roberto Montenegro, Chucho Reyes y Luis Barragán; cofradía que rompió con la heredad jalisquilla propuesta por Clemente Orozco, María Izquierdo y el Doctor Atl, Gerardo Murillo; muertos ya para ese entonces como los paisajes de las fotos de Rulfo que decía "representan un México muerto ya, que ya no existe”.

Dicen que en un diálogo estudiantil, en la Universidad Central de Venezuela, dijo que había dejado de escribir por la muerte de su tío Celerino, quien «le platicaba todo» en sus viajes por la Nueva Galicia, hoy Jalisco. Murió un día después de la fiesta los reyes magos, un 7 de enero de 1986, de un cáncer de pulmón.
Les dejo con un cuento de el “El llano en llamas”(1953).


 Juan Rulfo

 No oyes ladrar a los perros


Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.

—No se ve nada.

—Ya debemos estar cerca.

—Sí, pero no se oye nada.

—Mira bien.

—No se ve nada.

—Pobre de ti, Ignacio.

La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.

La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.

—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.

—Sí, pero no veo rastro de nada.

—Me estoy cansando.

—Bájame.

El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.

—¿Cómo te sientes?

—Mal.

Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja.

Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:

—¿Te duele mucho?

—Algo —contestaba él.

Primero le había dicho: “Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.” Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía.

Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.

—No veo ya por dónde voy —decía él.

Pero nadie le contestaba.

El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.

—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.

Y el otro se quedaba callado.

Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.

—Éste no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme que ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?

—Bájame, padre.

—¿Te sientes mal?

—Sí.

—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.

Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.

—Te llevaré a Tonaya.

—Bájame.

Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:

—Quiero acostarme un rato.

—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.

La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.

—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.

Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.

—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ése no puede ser mi hijo.”

—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.

—No veo nada.

—Peor para ti, Ignacio.

—Tengo sed.

—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.

—Dame agua.

—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.

—Tengo mucha sed y mucho sueño.

—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porqué ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.

Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolos de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza, allá arriba, se sacudía como si sollozara.

Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.

—¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que, en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima.” ¿Pero usted, Ignacio?

Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaban, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.

Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.

—¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

 

MÁS CUENTOS DE OTROS? AQUÍ, 


martes, 3 de mayo de 2022

99 Poemas para Dolores Castro 2022


 

 "El Homenaje póstumo “99 Poemas para Dolores Castro” se realizó vía online desde el 12 al 16 de abril / 2022, homenaje que conmemoró el natalicio, la memoria y el gran legado literario de  Dolores Castro, considerada al momento de su deceso una de las poetisas más destacadas de México."

 


VIDEO ORIGINAL EN LA PÁGINA DE FACE BOOK QUE CONMEMORABA A LA POETA DOLORES CASTRO

Video Face Book, AQUÍ 

 

CLAUSURA DEL HOMENAJE DOLORES CASTRO 99 POEMAS

CON CARMEN AMATO TEJEDA

 VIRGINIA ORDOÑEZ HERNÁNDEZ

99 PARTICIPANTES





 

 

 

 


 

 

 

 

NOTAS PERIODÍSTICAS

Con «99 Poemas» se rindió Homenaje Póstumo a la Poetisa Dolores Castro Varela