Zyanya Mariana
De pandemias, discursos e imaginarios
No son los hechos,
sino las palabras las
que conmueven a los hombres
Epicteto
A los animales les duele,
mueren pero no construyen un mundo de moral, dioses, miedos e injusticias
alrededor de una pandemia. Para nosotros, en cambio, una enfermedad se convierte
en relato con cabeza cuerpo y cola; principios con finales que llamamos
narraciones. Esto lo entendemos muy bien en México con la narrativa fase 1,
fase 2 y fase 3 de la COVID19, que en el gesto pulcro y la mirada social del
epidemiólogo Hugo López-Gatell, se ha convertido no sólo en el discurso médico
oficial de la pandemia en México sino en múltiples memes donde el subsecretario
figura como galán tipo James Bond, como San Judas-Gatell e incluso como advertencia
religiosa: “en este hogar creemos en el Dr. López-Gatell”. Como las necesidades
hechas memes, las palabras y las epidemias se llenan de significados.
La palabra peste, por ejemplo, puede referirse a diferentes
enfermedades (fiebre tifoidea, Yersinia
Pesti, fiebre amarilla, viruela o las 10 plagas del dios monoteísta Yahvé que
se narran en el Éxodo) y
representarse como algo sagrado o racional. En India, una diosa madre cabalgando en un asno, encarna las epidemias; la nombran Shītalā
Mata, con una mano sujeta un jarrón de agua para curar y con la otra sostiene
una canasta con granos víricos que va desperdigando en su andar. Ella gobierna
la sífilis, la malaria, el sarampión, la lepra, la ceguera, la
tuberculosis, la esterilidad, la viruela e incluso el sida; la gente la sigue venerando
en sus hogares para asegurar salud y larga vida. Los yorubas la conocen como el
dios Sopona; los chinos como la diosa
T’ou-Shen Niang-Niang; los otomíes de
la sierra norte de Puebla, en México, hablan de los aires, difuntos que hoy andan particularmente virulentos, mientras los
japoneses recuerdan con respeto al demonio de la viruela.
Según el Shoku
Nihongi, anales imperiales del período Nara (710-794), la epidemia de
viruela apareció por primera vez en el 735 en la prefectura de Fukuoka; fue traída
de la península coreana por un pescador, azotó la isla y mató a un tercio de la
población. Aunque muchas de las condiciones sociales y agrícolas cambiaron, en el
imaginario cultural japonés la viruela se encarnó en un yokai familiar, Hōsōshin al que se le ofrecía periódicamente, hasta
bien entrado el siglo XX, música, flores, incienso, danzas y versos para evitar
su regreso.
Esta
idea de lo que regresa, de lo que es cíclico como el tránsito humano sobre el
planeta, está presente en la respuesta que algunos países asiáticos le han dado
al coronavirus. A pesar de una asistencia sanitaria universal, después del 2009
con la gripe porcina y del 2015 con el brote del MERS, Corea entendió que no podía desarrollar una vacuna o un
medicamento rápidamente pero si desarrollar kits de pruebas rápidas. Paralelamente,
como medidas preventivas, se exigió a la población el aislamiento, el uso
obligatorio de mascarillas, de jabón y una App de control. Dada la feroz
competencia social, la entrada a la escuela se aplazó pero los jóvenes siguen
yendo en las tardes a las academias para asegurar una buena universidad. En China, Hong Kong, Taiwán y Singapur,
todos de linaje neoconfuciano o budista, los sistemas de salud se preparan para
una posible segunda ola de contagios o un rebote; saben después de la
experiencia del SARS en 2003, que los brotes saturan los sistemas hospitalarios,
producen muertos y tambalean los regímenes políticos. Hoy sólo Suecia está
dispuesta abiertamente a asumir los costos en términos de muertes para lograr
la inmunidad de rebaño.
En
la tradición
occidental, basada
en un tiempo lineal y progresivo, la peste suele entenderse como un ocaso o un
final. Eso pasa con la interpretación clásica que se le suele dar a “La peste
en Atenas”, el
primer registro de tipo clínico que se tiene de una epidemia. La describe Tucídides
casi al inicio de su texto Historia de la
guerra del Peloponeso (siglo V a.e.C). Se dice que el historiador ateniense
crea una metáfora de la tragedia; se podría decir también, empero, que Tucídides
narra el inevitable devenir cíclico de las personas y de las civilizaciones:
una ciudad asolada por una epidemia, transita y cambia. Las mentalidades
cambian, la condición humana permanece y los virus develan las miserias y las
hermandades, descubre Rieux, el médico protagonista de La peste (1947) de Camus. Lo cierto es que Tucídides se ha
convertido en el modelo a seguir cuando se habla de epidemias en la literatura;
o en el discurso mediático actual, que por diverso, repetitivo y barroco tiene
tono de parodia reveladora.
La metáfora trágica se analiza a partir de los discursos
y la muerte de Pericles, preludio del hundimiento ateniense posterior. Las
palabras del orador contrastan con lo descrito en el segmento de la peste, donde
Tucídides adopta un punto de vista médico. Inicia hablando del posible origen
de la enfermedad, Etiopía; su aparición repentina en el puerto de Pireo, traída
seguramente en los barcos mercaderes; su propagación en las tierras altas de
Atenas; su carácter contagioso, incluso en los animales, y el registro
detallado de los síntomas que, siguiendo los métodos hipocráticos, van de la
cabeza hacia los pies. Las descripciones pretenden lograr un diagnóstico,
explica, que pudiera servir en el futuro para curar a los enfermos e incluso
para prevenir el contagio y la enfermedad. ¿No es acaso el mismo discurso que
los medios han construido acerca de la COVID19 en América Latina y sobre todo
en México?
Asumimos que la pandemia tuvo su origen en China y su
aparición repentina en un mercado de mariscos de Wuhan, capital de la provincia
de Hubei. En aquel entonces a nadie le importó el contagio. Como antaño, el
virus viajó con los hombres de negocios y los ciudadanos globales y se propagó
rápidamente por Europa; aunque Francia fue el primer país de la comunidad donde
se detectó, los medios hicieron de España y sobre todo de Italia el epicentro.
No es una casualidad, ambos conforman la frontera sur de la Comunidad Europea,
por donde entran los migrantes subsaharianos, donde se practica la
necropolítica migratoria que se decide en Bruselas. Nada se dijo de los
migrantes sirios hacinados en la frontera turca o de la Siria bombardeada,
destruida por intereses energéticos y amenazada por el virus. Nada se dijo de
India, geográficamente al lado de China y con condiciones sociales y económicas
más cercanas a las mexicanas, sólo se nombró Europa y eso bastó para encender el
chip colonial de la casta ilustrada en la ciudad de México.
Pero fue Bérgamo la industrial, “la ciudad de los mil”,
la del escritor danés Jens Peter Jacobsen y su relato La peste en Bérgamo (1881), la que desencadenó la histeria en las
capitales latinoamericanas con sus setenta camiones militares, uno detrás de otro,
transportando cadáveres. Los llevaban a otras ciudades fuera de Lombardía
porque el cementerio, el tanatorio, la iglesia convertida en tanatorio de
emergencia y el crematorio en funcionamiento 24 horas al día ya no daban abasto;
tenían 400% más muertos que el año anterior, casi todos personas mayores. Pocos
dijeron que la región italiana de Lombardía ha mercantilizado la salud, que la
patronal industrial presionó para evitar cerrar sus fábricas y perder dinero y que
los patronales son los mismos que tienen intereses en las clínicas
privadas. Nadie
dijo que los viejos hacinados en los asilos estaban abandonados mucho antes de que
llegara el coronavirus, antes incluso del 2012, cuando la directora gerente del
Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, los había señalado en un
informe con los eufemismos económicos “riesgo de longevidad” y coste del envejecimiento”.
Mientras viejos en Europa, adultos
diabéticos en México e hispanos y negros en Nueva York se abandonan a la falta de
servicios médicos y a la enfermedad; los culpables se incrementan: Montagnie, premio nobel
francés afirma que el virus salió de un laboratorio, la ciencia; otros acusan
nuestra forma de vida y consumo, los humanos; ciertos grupos queman las torres
de 5G; la tecnología; otros aseguran que proviene de las granjas industriales
de alimentos cárnicos, la industria; o de mapaches, los bárbaros; algunos
insinúan que de la sopa de murciélago, los exóticos.
Sopa de Wuhan es también una recopilación de textos filosóficos y
periodísticos con una portada de Ernst Haeckel, el exponente del racismo
científico alemán que junto a la expresión “el virus chino”, como lo nombra el
presidente Trump, revela los miedos de una
sociedad que señala al virus como un extranjero que llega a ensuciar la pureza de
los hogares y de los estados nacionales. El bufón imperial, que
recomienda desinfectante y luz en los pulmones, olvida que la pandemia del
COVID-19 le ha costado a Estados Unidos más muertos (65 mil hasta el 30 de
abril) que los 13 años de la Guerra de Vietnam (58 mil), según los medios.
Que un hecho médico trastoque lo político no es privativo
de Tucídides, ni de occidente, lo encontramos en México con la peste de la viruela
y sus múltiples nombres: cocoliztli (gran plaga o pestilencia), huey zahuatl (gran
pestilencia de viruela o gran lepra) o totumonaliztli (ampollas o
pústulas); castigo
del dios Xipe Tótec que se
propagó entre los mexicas y alcanzó al huey tlatoani Cuitláhuac, el penúltimo gobernante de la gran Tenochtitlan, hermano y
sucesor de Moctezuma II, vencedor de Cortés en la “Noche Triste” del
conquistador. De muchas maneras, las pestilencias y la cruz fueron los verdaderos
conquistadores de los imperios Mexica e Inca.
El vínculo "enfermedad y política" se encuentra también al inicio de la Iliada con la peste que Apolo envía a
los aqueos generando la cólera de Aquiles y en la peste que Ares envía a la
ciudad de Tebas revelando lo oculto y trastocando el poder por generaciones: el
antes salvador de la ciudad, el que venció a la esfinge, el que mató a su padre
y se casó con su madre; Edipo rey, padre
de Antígona, el que debe partir al destierro para poner fin a la epidemia.
Pero a diferencia de Homero e incluso de su contemporáneo
Sófocles, Tucídides, busca las causas médicas profundas y la racionalización de los
hechos lejos de los mitos y de los dioses. De muchas maneras, con sus valores
occidentales u occidentalizados, el mundo moderno es hijo de esta misma
búsqueda racionalista, aunque hoy, asolado por una pandemia, parece que transita
hacia la incertidumbre, se aferra al control tecnológico y abandona el
absolutismo científico. Más allá de las gotículas que infectan la membrana
interior de los ojos, la nariz y la boca, todo lo que sabemos científicamente del
COVID19 es insuficiente y contradictorio; fumar o no fumar he ahí la cuestión
de la sobrevivencia dicen. Mientras el jabón y las máquinas de cocer proporcionan
más certidumbre que los algoritmos.
El texto de Tucídides no se limita a una historia clínica
también nos ofrece una observación detallada de la naturaleza humana. Empieza
con los rumores que, alimentados por la guerra, culpan a los peloponesios de
haber envenenado los pozos; subraya las penalidades entre los más pobres, los
refugiados por la guerra venidos del campo, los hacinados, los esclavos; se
detiene en aquellos que se abandonan y no intentan resistir a la enfermedad y
en aquellos que vanamente piden a los oráculos y suplican en los templos;
censura el menosprecio de lo divino y de las leyes humanas, el hundimiento
moral y el frenesí en el disfrute de los goces de la vida que se dan por el
rápido cambio de fortuna. Termina ironizando acerca de la memoria que es corta
y acomodaticia, hoy olvida los refranes y mañana olvidará los cuerpos
amontonadas en la calles y el abandono de las practicas funerarias,
displicencia que nos iguala a lo bestial y monstruoso. Sin embargo, dado el
carácter contagioso de las epidemias, el abandono de los ritos funerarios implica
un dilema: elegir entre morir solos y abandonados o morir contagiados por
cuidar los unos de los otros. Los atenienses pensaban que Pericles debía
cuidarlos, el hombre medieval pensaba que era labor del dios monoteísta
salvarlos, nosotros los modernos creemos que es obligación del Estado, y sus
instituciones nacionales de salud, protegernos, curarnos y salvarnos, incluso
financieramente.
Amar con el cuerpo a nuestros vivos, abrazar a nuestros
muertos; este dilema alrededor del contagio aparecerá casi 2000 años después en
la voz de dos filósofos contemporáneos: Giorgio Agamben y Achille Embe. Agamben,
en su columna Una Vocce, pregunta si
el confinamiento no es un estado de excepción legitimado por el miedo al
contagio. Se rumora que
los mega datos pueden ser utilizados no sólo por el gobierno sino por las
empresas médicas y los bancos ¿acaso no los vendieron ya? Agamben añade que cada
individuo ha sido convertido en un potencial untador, la figura renacentista
que apareció durante las plagas que asolaron algunas ciudades italianas entre 1500 y 1600. El
individuo ha sido sitiado, la colectividad también: “¿Cómo crear comunidad en tiempos de
calamidad? Sobre todo cuando nuestros ritos de despedida se ven suprimidos”, cuestiona
el filósofo camerunés Embe en una reciente
entrevista aparecida en marzo en el portal de noticias Gauchazh. El mismo dilema aparece en la introducción a El Decamerón (1353), cuando Boccaccio,
quizás siguiendo el modelo de Tucídides, describe el posible origen de la peste
que asoló la ciudad de Florencia en 1348, los síntomas en las personas de todas
las clases sociales, el cambio de costumbres y los cuerpos abandonados en las
calles, sin santa sepultura, recogidos sólo por los peones de los estratos más
bajos llamados faquines.
“Sin santa sepultura”, repetirán los familiares de un grupo de pacientes internados por COVID19,
después de haber irrumpido a la fuerza en el Hospital General Las Américas de Ecatepec. Con casi dos
millones de habitantes, se considera uno de los municipios más violentos de
todo el país donde secuestros, venganzas entre narcos que reparten depensas y
feminicidios (1 de cada 40 asesinatos diarios), implican más peligro y muerte
que cualquier virus. De hecho, el eje Ecatepec, Tecámac, Nezahualcóyotl, Los Reyes la Paz, Tlalnepantla y Chalco —la promesa
urbana salinista— se considera una “bomba
de tiempo” en contagios y muertes.
La gente no cree en el virus, “me mataron a mi hijo en el hospital” gime una
madre que regresará a su hogar en un barrio sobrepoblado donde se
venden elotes tiernos y tlacoyos en la calle, pero carece de servicios de salud
y agua potable. Esa mujer, como la mayor parte de los habitantes de los
conurbados, tiene un trabajo precario en la ciudad de México, en una empresa o
una casa donde los patrones se resguardan del virus pero exigen alguien que trabaje,
limpie, cocine y vaya al mercado por ellos. Ello implica tomar diariamente
metro Pantitlán, que nada entiende de “Susana Distancia” con sus 414,784
pasajeros diarios. Más allá del hacinamiento se impone la pregunta ¿Cómo
evitar a los otros, si durante siglos hemos sobrevivido gracias a lo colectivo,
al tequio, a la asamblea comunal e incluso a las remesas, que contrario a todo
propósito aumentaron con el virus?
Algo parecido, nos informaron, sucedía en abril en la
ciudad portuaria de Guayaquil, en Ecuador, el
segundo lugar en número de muertes en América latina (1.35 muertos
por cada 100 mil habitantes), sólo después Brasil (0.92), donde los féretros son apilados unos sobre otros en largas zanjas
hechas apresuradamente en un cementerio de la ciudad brasileña de Manaos, en la
Amazonía. “Este virus no discrimina grupos sociales ni de género” repite
el discurso político y mediático internacional, “la vacuna será producto de un
esfuerzo conjunto” convoca la canciller alemana Angela Merkel en su programa
sabatino, pero las geografías y el sistema de castas latinoamericano limitan la
promesa de una vacuna y el acceso a la atención médica universal, ofrecen empero
solidariamente cajas de cartón para
enterrar a los muertos. Queda claro que ésta es una pandemia de clase y que el COVID
aquí, como en Tebas, devela añejas injusticias.
En
nuestra América, el coronavirus llega a las casas donde yace el dengue, la
malaria, el chikungunya, el
sarampión, la diabetes, la pobreza y la desnutrición; en las selvas, en las
montañas y en las vecindades no hay puertas, ni muros, ni fronteras, ni
hospitales, ni soberanías, ni tele-pantallas para la educación; porque, en
general, nuestros hombres de estado, a diferencia de Pericles, están sentados
en la Paz, en Managua, en Bogotá o en Lima creyendo que despachan en Madrid,
Roma, Paris o Milán.
Mientras,
abrumada por la repetición, escribo; recuerdo los días solitarios de la crianza
tan parecidos al confinamiento; me aferro al caos como esperanza y me sitúo a
medio camino entre los negacionistas de la pandemia y los firmes creyentes. De algo habrá que morirse,
me repito, mientras le prendo incienso a los dioses y suplico por la salud de
los míos.
Zyanya Mariana