El hijo de Saúl
Lászlo Nemes
Hungría 2015
Revista Siempre 2018*
“Es mi hijo”, declara
Saúl. “Saúl no tiene hijos”, cuestiona en voz alta su amigo Abraham. El médico
nazi ordena abrir el pedazo (Stück), como se nombra a los cadáveres en el campo,
pero Saúl un judío húngaro miembro del Sonderkommando —unidad especial de
deportados judíos especializados en organizar la matanza de judíos—, roba el
cuerpo; lo envuelve con cuidado, lo esconde en su dormitorio, busca un rabino
para darle simbólica sepultura e incluso, en plena huida, desliza su chamarra
debajo de la cabeza del cuerpo envuelto, en un gesto inútil y elocuente. Así,
eligiendo a un hijo, un adolescente que había sobrevivido a las cámaras de gas,
buscando su entierro ritual y caminando a contra corriente, de lo eficiente hacia
lo sagrado; Saúl invierte la lógica y la ley que reina en los campos de
concentración.
Saúl Aüslander es el
muriente, como lo nombra Didi-Huberman, el filósofo de arte, en la carta
que le escribe, Sortir du noir (Minuit, 2015), al joven director László
Nemes. El Hijo de Saúl, su primer largometraje, que ganara el Gran Premio del Jurado en el
Festival de Cannes y el Oscar a la mejor película extranjera en el 2016. Saúl, el personaje principal, es interpretado
por Géza
Röhrig —poeta húngaro, quien publicara dos poemarios acerca de la Shoa al reencontrar la fe
de sus padres después de visitar Auschwitz—, es también un
extranjero por elección y por apellido destinal (Aüslander). Un muerto viviente que se salva a
sí mismo eligiendo, en vez de la sobrevivencia sin significado, cuidar de un
cadáver cual hijo y dejarlo ir por el río sin haber sido profanado (ver al hijo
partir es el destino de todo padre), y sonreír, al final de todo, porque la existencia
humana tuvo sentido.
A partir de la ficción, Nemes
nos revela los posibles acontecimientos ocurridos en el otoño de 1944 al
interior de los campos de concentración, dadas las cuatro fotografías
históricas tomadas por un prisionero polaco que integran la narración, pero siempre
desde la mirada que los deportados podían tener sobre los otros deportados, los
únicos posibles sobrevivientes. Entre ellos, se encuentra Saúl, nuestro guía.
Desde la primera escena, con la nuca de Saúl siempre en primer plano y
las imágenes desfiguradas, el espectador testimonia con un sonido clínico y
atroz, la muerte colectiva de cientos de personajes en una cámara de gas. Más
que un guía la cámara nos convierte en Saúl que siempre mira al suelo, a lo
pequeño y al otro que esconde en su interior un rabino. Somos Saúl, el abandonado de todo y de
todos, el que nunca mira de frente, ni de manera panorámica aunque su búsqueda
lo lleve por las diferentes aéreas de la estructura infernal organizada por
seres humanos.
A esta estructura, donde “los hombres parecen estar de más”, Hannah
Arendt la señaló como el germen de los regímenes totalitarios. A partir de 5
artículos para el NY Times que siguen el juicio de Adolf Eichman, responsable
directo de la Solución final, particularmente en Polonia, Hannah Arendt publica
en 1963 Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal. En
el libro, reflexiona acerca de la personalidad del juzgado y el mal. Afirma que
Eichmann
no era un «monstruo» o un «genio del mal » como lo definía la prensa y sus
lectores, sino un tipo normal; un burócrata preocupado por el cumplimiento de
las órdenes. Concluye, para estupor de sus viejos colegas alemanes-israelíes,
que las acciones de Eichmann son fruto de la subordinación de la cual es
víctima un individuo dentro de un régimen totalitario. De hecho, las relaciones
de los prisioneros judíos dentro del Kommando reproducían el lenguaje y
la brutalidad de la organización Nazi. De ahí “la banalidad del mal”, explica
Hannah Arendt, que termina siendo parte de un sistema burócrático.
Siguiendo el pensamiento de Arendt y de Adorno, 35 años después, el sociólogo polaco Sygmunt Bauman publica Modernidad y holocausto (Sequitur 1998), donde afirma que el Holocausto no es un hecho singular, ni una regresión a la barbarie, sino una estructura moderna e ilustrada (racional) que se expresó en el centro mismo de la cultura que lo creó. Es decir, que no importa si la ganancia proviene de fábricas de jabones, de la industria cárnica o de campos de exterminio; mientras la organización sea eficiente y con ganancias no importa si se exterminan seres humanos o se desaparecen.
En esta época de nacionalismos y racismos crecientes, de campos de
producción alimenticia cruel, de migraciones masivas, de bombardeos a civiles
para controlar recursos, de “monstruos” feminicidas, de asociaciones delictivas y criminales, ver la película El Hijo
de Saúl se convierte en un imprescindible recordatorio de lo que hemos
construido los últimos 30 años como sociedades que han perdido lo sagrado.
Zyanya Mariana
Octubre 22 y 2018
*Esta nota debió aparecer en la Revista Siempre el 25 de octubre del 2018. Sin embargo, el cierre repentino del suplemento cultural "La cultura en México", nos ha dejado huérfanos a sus colaboradores. Aquí una una nota al respecto.
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