martes, 26 de julio de 2011

Jan de Vos, in memoriam; LO QUE PASA EN LA CAMA PASA EN LA PLAZA

ZyanyaM
Para Jan de Vos, in memoriam






Esta mañana leo que Jan de Vos murió el domingo en la madrugada, tenía apenas 75 años; la nota me llena de pesar y de recuerdos.  Conocí a Jan de Vos en Chiapas.  Conocer es un decir pues sólo lo ví y lo escuché sin distinguir a cabalidad toda la herencia que me iba a dejar.  
Como todo veinteañero respetable, no sabía ni entendía nada, pero a raíz del movimiento zapatista, vivía en San Cristóbal de la Casas y había pasado mi temporada de sueños en la selva Lacandona.  Cuando lo conocí, regresaba de la selva y dedicaba mis días a los niños dando clases en una escuela experimental llamada "El pequeño Sol".  Todo lo que sé como profesor lo aprendí con esos niños que creían que yo les enseñaba el quinto año de primaria.  Si mis mañanas eran de niños mis tardes, en cambio, las dedicaba a deambular por la calles, sentarme en los cafés y conocer gente.  Durante esos días, San Cristóbal era casi el centro del mundo, hombres y mujeres de todo tipo llegaban a la ciudad como puerto para entrar y salir de la selva.  Todos caminábamos por sus banquetas celosas, que sólo permiten un peatón a la vez, así que era normal que invadiéramos la calle, hiciéramos chorcha y mi guía del momento, me susurrara al oído alguna explicación: este es agente del Cisen, esta es periodista, este es de gobernación, esta viene a ligarse a Marcos, este viene huyendo del desamor o de los padres, este es un curioso viene de Zapatour, esta es artista, este es militar y este escritor, este es... y así el día que me dijeron: "este es Jan de Vos, un historiador Belga.  Dicen que fue jesuita, pero algunos dicen que es protestante; ahora vive en San Cristóbal y se dedica a los indios."  Mi informante no lo quería, era un Coleto de tradición y linaje, detestaba a los extranjeros, a los indios y a los Caxlanes;  que como yo invadíamos su terruño.  Extranjeros y Caxlanes sí, que hablaban, hacían ruido, se indignaban y éramos muchos para ignorarnos; además bailábamos en las noches y éramos jóvenes.   
En aquel entonces tenía afanes por aprehender el mundo que me rodeaba, quería entender y en mi exilio voluntario (como le llamé a esa temporada) todos me parecían interesantes, incluso los más reaccionarios, los más intolerantes, los más cerrados; todos, un poco como ahora, tenían algo que enseñarme, alguna palabra para recordar.  Yo, solitaria y sin grupúsculo al cuál adherirme aceptaba resignada y agradecida toda la información que guardaba celosamente para otros tiempos.  Así que cuando me presentaron a ese hombre sonriente de pelo blanco vestido con un "chuj" de lana negra, sólo percibí su hermosa sonrisa, coronada de arrugas hacia arriba, y su forma sencilla para hablar de las cosas.  Su voz con acento era suave y protectora.  No supe, ni entendí quien era pero intuí que de vieja quería parecerme a él, sonreír como él y dedicarme a los indios y las palabras como él...
Años después, ya instalada en la academia, el tiempo de entender ese encuentro llegó.  Compré de casualidad el libro Una tierra para sembrar sueños.  Recuerdo no haberlo soltado hasta terminar el último sueño, recuerdo haber llorado toda la lectura.  Con sus nueve sueños descritos comprendí mi propio sueño cuando marché a la selva y las razones profundas e históricas que me llevaron al sur; al fin y al cabo mi historia familiar era también la historia de México y sus 30 siglos de mezclas. 
Entendí que estudiar una maestría en Estudios Mesoamericanos tenía sus raíces en Chiapas y la gente que encontré, que mi hacer estaba ligado a los indios, al maíz y a la historia de México (mi hija se llama maíz, Tziri en Purépecha); que mi trinchera como la de Jan de Vos era desde la palabra, la vida sencilla y la academia; el todo con un dejo de exilio cotidiano.  
Desde entonces, utilizo mi voz para recordar la indignación, los hilos de colores, las sombras y las luces que pueblan el mundo;  desde entonces busco con las palabras el terruño hacia donde voy;  desde entonces elaboro mis programas pensando en mis alumnos que nada saben del sur pues sólo miran al norte con afanes.  
 En ese libro, último de una trilogía escrita por el ex-jesuita, cada sueño descrito es un acto de voluntad que se entreteje con otras voluntades, otros sueños y otros hilos en una misma trama que es la selva lacandona.  En esa tierra ellos y yo, nosotros, quisimos sembrar nuestro propia semilla, insertar nuestro propio hilo olvidando por vanidad que sólo somos un color más que se pierde entre los muchos que conforman el hermoso huipil verde que ya existe.  Como los personajes, tardé años en aceptar el doloroso proceso que va de la idea a la concreción, de la soledad a los otros, del zapatismo perfecto al zapatismo real, que con todo es, y ha sido, uno de los grandes regalos de los indígenas a México.  Gracias Jan de Vos, por todas tus palabras.
Zyanya Mariana

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