Publicado originalmente en Bloghemia
el 07/12/2020
traducción al español de Ficción de la razón
Enrique Dussel*
Cuando la naturaleza jaquea la orgullosa modernidad
Estamos
experimentando un evento de significación histórica mundial del que
posiblemente no midamos su abismal sentido como signo del final de una
época de larga duración, y comienzo de otra nueva edad que hemos
denominado la Transmodernidad.
El
virus que ataca hoy a la humanidad, por primera vez en su milenario
desarrollo –en un momento en el que puede tenerse conciencia plena de la
simultaneidad (en tiempo real) verificada por los nuevos medios
electrónicos– nos da qué pensar en el silencio y aislamiento
autoimpuesto de cada ser humano ante un peligro que muestra la
vulnerabilidad de un castillo de naipes que vivimos cotidianamente como
si tuviera la consistencia de una estructura invulnerable.
El
hecho ha producido un sinnúmero de reacciones de colegas filósofos y
científicos porque llama profundamente la atención. Queremos agregar un
grano de arena a la reflexión sobre el sobrecogedor acontecimiento.
Allá
por 1492, Cristobal Colón, un miembro de la Europa latino-germánica,
descubre el Atlántico, conquista Amerindia y nace así la última Edad del
Antropoceno: la Modernidad, produciendo además una revolución
científica y tecnológica, que dejó atrás a todas las civilizaciones del
pasado, catalogadas como atrasadas, subdesarrolladas y artesanales. Lo
denominaremos el Sur global; y esto hace sólo 500 años.
El
yo europeo produjo una revolución científica en el siglo XVII, una
revolución tecnológica en el XVIII, habiendo desde el siglo XVI
inaugurado un sistema capitalista con una ideología moderna
eurocéntrica, colonial (porque esa Europa era el centro del
sistema-mundo gracias a la violencia conquistadora de sus ejércitos que
justificaban su derecho de dominio sobre otros pueblos), patriarcal, y,
como culminación, el europeo se situó como explotador sin límite de la
naturaleza.
Sin
embargo, los valores positivos inigualables de la Modernidad, que nadie
puede negar, se encuentran corrompidos y negados por una sistemática
ceguera de los efectos negativos de sus descubrimientos y sus continuas
intervenciones en la naturaleza. Esto se debe, en parte, al desprecio
por el valor cualitativo de la naturaleza, en especial por su nota
constitutiva suprema: el ser una “cosa viva”, orgánica, no meramente
maquínica; no es sólo una cosa extensa, cuantificable.
Hoy,
la madre naturaleza (ahora como metáfora adecuada y cierta) se ha
rebelado; ha jaqueado a su hija, la humanidad, por medio de un
insignificante componente de la naturaleza (naturaleza de la cual es
parte también el ser humano, y comparte la realidad con el virus). Pone
en cuestión a la modernididad, y lo hace a través de un organismo (el
virus) inmensamente más pequeño que una bacteria o una célula, e
infinitamente más simple que el ser humano que tiene miles de millones
de células con complejísimas y diferenciadas funciones.
Es
la naturaleza la que hoy nos interpela: ¡O me respetas o te aniquilo!
Se manifiesta como un signo del final de la modernidad y como anuncio de
una nueva Edad del mundo, posterior a esta civilización soberbia
moderna que se ha tornado suicida. Como clamaba Walter Benjamin, había
que aplicar el freno y no el acelerador necrofílico en dirección al
abismo.
La
naturaleza no es un mero objeto de conocimiento, sino que es el Todo
(la Totalidad) dentro del cual existimos como seres humanos: somos fruto
de la evolución de la vida de la naturaleza que se sitúa como nuestro
origen y nos porta como su gloria, posibilitándonos como un efecto
interno.
Y,
por ello, no metafóricamente, la ética se funda en el primer principio
absoluto y universal: ¡el de afirmar la Vida en general, y la vida
humana como su gloria!, porque es condición de posibilidad absoluta y
universal de todo el resto; de la civilización, de la existencia
cotidiana, de la felicidad, de la ciencia, de la tecnología y hasta de
la religión. Mal podría operar alguna acción o institución si la
humanidad hubiera muerto.
Se
trata entonces de interpretar la presente epidemia como si fuera un
bumerán que la modernidad lanzó contra la naturaleza (ya que es el
efecto no intencional de mutaciones de gérmenes patógenos que la misma
ciencia médica e industrial farmacológica ha originado), y que regresa
contra ella en la forma de un virus de los laboratorios o de la
tecnología terapéutica.
La
interpretación intentada indica que el hecho mundial, nunca
experimentado antes y de manera tan globalizada que estamos viviendo, es
algo más que la generalización política del estado de excepción (como
lo propone G. Agamben), la necesaria superación del capitalismo (en la
posición de S. Zizek), la exigencia de mostrar el fracaso del
neoliberalismo (del Estado mínimo, que deja en manos del mercado y el
capital privado la salud del pueblo), o de tantas otras muy interesante
propuestas.
Creemos
que estamos viviendo por primera vez en la historia del cosmos, de la
humanidad, los signos del agotamiento de la modernidad como última etapa
del Antropoceno, y que permite vislumbrar una nueva edad de mundo, la
Transmodernidad, en la que la humanidad deberá aprender, a partir de los
errores de la modernidad, a entrar en una nueva edad del mundo.
Donde,
partiendo de la experiencia de la necro-cultura de los últimos cinco
siglos, debamos ante todo afirmar la Vida por sobre el capital, por
sobre el colonialismo, por sobre el patriarcalismo y por sobre muchas
otras limitaciones que destruyen las condiciones universales de la
reproducción de esa vida en la Tierra.
Esto
debiera ser logrado pacientemente en el largo plazo del siglo XXI que
sólo estamos comenzando. En el silencio de nuestro retiro exigido por
los gobiernos para no contagiarnos de ese signo apocalíptico… tomemos un
tiempo en pensar sobre el destino de la humanidad en el futuro.
Diciembre 10 y 2020
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