martes, 22 de mayo de 2018

Cine: El violín


EL VIOLÍN
Francisco Vargas Quevedo
México 2005
Revista Siempre 2007 






 
Durante más de diez lustros México presumió, frente a las dictaduras de la región y otros gobiernos opresores, la paz social. Éramos privilegiados, decían que aquí no había ni golpeados, ni desaparecidos. Ese discurso incuestionable se cayó cuando salieron las voces de los muertos, los torturados, los violados… cuando los rostros invisibles de ayer, de hoy, e incluso los enfocados con una cámara a ras de suelo y casi fija, reaparecieron en la primera escena cruenta del largometraje de Francisco Vargas. La ficción recuerda…

En su primer largometraje, El violín, Vargas nos cuenta los últimos días de un quijote violinista, un campesino manco de 80 años, que forma con su hijo Genaro y su nieto Lucio (invocaciones sutiles al período de la guerra sucia, a Lucio Cabañas y Genaro Vásquez), un dueto de violín y guitarra andante. Sin embargo Plutarco Hidalgo (Ángel Tavira) vive una vida paralela con su familia, mientras recolectan monedas esperan la orden para enfrentar al ejército que incursiona la zona. Muy rápido en la historia, la fílmica y la de América latina, los militares se adelantan, toman pueblos y rehenes, exigen confesiones y matan gente. Entre ellos el pueblo, la nuera y la nieta de Plutarco Hidalgo, este a pesar del dolor se aferra a la esperanza enterrada en su milpa, un lote de municiones. Así, aconsejado por el temporal, acepta el desmedido pago impuesto por el cacique de la zona: sus tierras todas a cambio de una mula. Y entonces, sólo entonces, inicia el último viaje de Orfeo y su violín en busca de esperanza. Cada día, embelesado por la música, el comandante, jefe de las tropas, le pide a Plutarco regresar y tocar el violín. Plutarco regresa, seduce al cancerbero y recupera las municiones enterradas; pero este contacto cotidiano lo acerca al capitán (Dagoberto Gama) quien gracias a la música ha recordado por unos instantes quien era, un niño hambriento antes de convertirse en un despiadado que obedece ordenes. Al final la música calla para todos, casi se impone el silencio.

Vargas alude a una realidad intemporal que recuerda a Buñuel: ni la pobreza en las urbes ni la injusticia en el campo han cambiado los últimos 30 años en México. Pero a diferencia de su modelo, Los olvidados (1950), Vargas escoge una sucesión de imágenes que van de lo documental a lo mitológico. No son casuales los nombres que utiliza, ni la elección del blanco y negro, ni una fotografía (Martín Boege Paré) que si bien es realista y descarnada también recuerda los agaves y las nubes destinales de Gabriel Figueroa. Tampoco es casual el rostro hierático de Genaro (Gerardo Taracena) evocación de las piedras y los rostros de Eisenstein en su rodaje sin terminar ¡Que viva México! (1933).

Empero seguir el rastro y los temas poco complacientes de los directores clásicos no es la única virtud de Francisco Vargas; su narración, como una pieza de violín, está hecha de muchas cosas: de soledades (un hombre cabalgando en una mula) y recuerdos (una mano perdida), de tristezas (los ojos), guiños (yo le enseño a tocar) y disciplinas: “y cómo aprendió a tocar Don Plutarco, le pregunta un comandante embelesado. -Me levantaba mi tío en las madrugadas; ándale cabrón.” Pareciera que lo hermoso es fruto de muchas cosas, incluso de una mezcla de crueldades y bellezas; pareciera también que los hombres, como la vida y la música, están compuestos con notas contradictorias: blancas y negras, notas y silencios. Así ni guerrilleros ni militares, ni músicos ni cancerberos representan el mal o el bien absoluto, ambos se interrelacionan en el mundo dominado por los ambiciosos como el cacique.

En efecto, explica la película, “entre los dioses había uno juguetón que estaba lleno de ambición y envidia. Los dioses se lo llevaron pero se quedaron en la tierra algunos ambiciosos y envidiosos que luego se multiplicaron y les quitaron a los hombres verdaderos, los hombres de maíz, sus tierras y sus bosques. Cuando los hombres verdaderos pidieron ayuda a los dioses estos les dijeron que pelearan, y así los hombres verdaderos se levantaron frente a la injusticia… y fueron torturados y detenidos y muertos… pero los ambiciosos, como los dioses, no se ensucian sólo observan como los hombres verdaderos hechos de maíz, se dividen entre guerrilleros y militares que se matan… pero la música, a pesar de la devastación suena y sólo calla cuando se acaban las contradicciones. Una belleza que no hay que perderse.



Zyanya Mariana 
Revista Siempre 2007   

EL VIOLÍN
Francisco Vargas Quevedo
México 2005



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